La diplomacia en el comienzo de la Edad Moderna
- INTI DIPLOMATIC
- 14 ene 2019
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La diplomacia fue uno de los instrumentos que los Estados en el Renacimiento emplearon como un medio pacífico para resolver los conflictos con otros Estados, en estrecha relación con el fortalecimiento del poder monárquico. Las negociaciones entre estos Estados fueron llevadas por unos nuevos profesionales, intermediarios, los diplomáticos (embajadores, ministros, cónsules) que se destacaban en las cortes de los monarcas extranjeros.
La diplomacia nació y experimentó un enorme auge en el contexto italiano. La complejidad política de Italia con multitud de Estados en casi conflicto permanente por distintas rivalidades agudizó la necesidad de negociar, espiar, vigilar y buscar alianzas. Esta situación hizo que cada Estado italiano, por muy pequeño que fuera, tuviera embajadores en los demás a partir de las últimas décadas del siglo XV. La República de Venecia puede ser considerada la patria de la diplomacia moderna. Los diplomáticos venecianos fueron grandes profesionales, un verdadero cuerpo al servicio de la Serenísima. Venecia mimó a sus servidores diplomáticos y, en contraposición, les exigió una lealtad total. Al entrar a servir tenían que jurar que cualquier regalo que recibieran en las cortes extranjeras debía ser depositado ante el Gran Consejo para evitar la corrupción y, por lo tanto, perjudicar al Estado. Sus informes –relaciones- constituyen una fuente riquísima de noticias e información para entender los entresijos internacionales hasta muy avanzado el siglo XVI.
El ejemplo veneciano cundió en el resto de Estados. Los papas abrieron nunciaturas en las cortes extranjeras. Los franceses aprendieron muy pronto la importancia de la diplomacia gracias a su interés por la península italiana. Cuando Carlos VIII volvió de Italia ordenó que hubiera embajadores ante los soberanos extranjeros. También hicieron lo mismo los Habsburgo en el Imperio y, sobre todo, los Reyes Católicos. El rey Fernando fue el gran impulsor en este sentido, habida cuenta de su especial preocupación por la política exterior, tanto para concertar los matrimonios dinásticos de tantas repercusiones posteriores, como para maniobrar en Italia, foco de permanentes conflictos y objetivo primordial en rivalidad con los Valois franceses. Así pues, el siglo XVI comenzó viendo un nuevo fenómeno: la creación de una sofisticada red de diplomáticos por toda Europa.
La frontera entre lo que era el trabajo plenamente diplomático con el del espionaje no era muy nítida. Hay historiadores que consideran que los embajadores permanentes eran espías que organizaban toda una red de informadores en los entresijos de las cortes donde estaban destacados para aportar la información necesaria para sus respectivos soberanos.
Por otro lado, el servicio diplomático se fue sofisticando a medida que avanzaba el siglo XVI. No bastaba con contar con un embajador, sino que había que montar una embajada, es decir una oficina con secretarios, intérpretes, juristas, correos rápidos y de confianza, agentes secretos y espías, etc.. Esto generó un considerable aumento del gasto, y las haciendas reales tuvieron que comenzar a destinar fondos crecientes para sostener las embajadas. Además, era necesario agasajar a reyes y personajes.
¿Fue eficaz la diplomacia de la época? La respuesta no es fácil. Si nos atenemos a que si sirvió para los intereses de los distintos monarcas y Estados habría que concluir que sí. La información siempre fue valiosa si el embajador y sus auxiliares eran diligentes, además de conseguir comprar voluntades en cortes extranjeras. Pero si nos referimos a que si sirvió para frenar el empleo de la guerra la respuesta no es positiva. Es más, hubo embajadores que enconaron más los conflictos por su impericia.
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